Rastros
Él se llamaba William Hobe y ella Marta, él era belga, ella argentina. Juntos sumaban más de un siglo. Vivían debajo de la casa de mis padres, eran silenciosos y se los veía poco. Rara vez tuve el secreto privilegio de entrar a la casa de ellos, pero de esas pocas oportunidades rescato el recuerdo alucinado de habitaciones repletas hasta el techo por muñecos multicolores, tristes, afelpados y con ojos a punto de despegarse: Osos, jirafas, vacas, chanchos, tucanes, perros, gatos, de las más variadas formas. William y Marta tenían un auto muy viejo que se desarmaba al andar y alguna vez vinieron con la noticia de que el ventilador de acero del frente había volado quién sabe con que filoso destino. También tenían una especie de remolque en el que William (cual Noé) cargaba todos los fines de semanas parejas y parejas de animales multicolores más todo lo necesario para montar una tienda en algún Parque de diversiones. Algunas latas y unas bolas de trapo hacían el resto. También uno que otro rifle de aire comprimido. William y Marta montaban y desmontaban su tienda como esos circos errantes. Allí se podía probar puntería y llevarse con suerte uno de esos muñecos multicolores que tanto me gustaban.
En una de mis visitas a su casa, Marta me había regalado un conejo celeste que me superaba largamente en tamaño. El conejo durmió junto a mi cama por mucho tiempo hasta que producto de los años y el duro trato que yo le daba comenzó a perder unas simpáticas bolitas de telgopor que le hacían de relleno y así, a mi paso (y al de él) íbamos dejando por la casa un rastro de bolitas blancas. Una mañana mi conejo celeste desapareció y yo embarcado en una especie de locura comencé a dar vuelta cada rincón de mi casa mientras mi madre trataba de calmarme anticipándome que Marta tenía otro muñeco preparado para mí. Lo cierto, es que siguiendo el condenatorio rastro de telgopor llegué a la conclusión de que mi madre lo había tirado a la basura. Las bolitas la delataron y por un tiempo no pude perdonarla por tremenda ofensa.
Sí era cierto que Marta tenía preparado para mí otro muñeco. Ella me pidió que fuera hasta el auto donde William me daría mi nueva mascota. Me acerqué al garage y William como podía con su mano hábil intentaba cortar con una navaja unas tiras que sostenían bultos con muñecos sobre el techo del auto ( Mi padre luego me contó que William había perdido la movilidad de su mano izquierda, en su Bélgica natal, cuándo empujando el auto de un amigo que había quedado atorado en el barro, cayó y fue arrastrado por una de las ruedas que aceleraban a gran velocidad) William cortó una de las tiras y bajó una bolsa, pero en el rápido movimiento se hizo un corte en la mano hábil que lo obligó a soltar el bolsón negro mientras insultaba y se aprisionaba la mano entre las piernas. William se miró su mano y yo también la miré esperando ver el rastro de sangre corriendo por la palma. En cambio, su mano dejó caer una lluvia de bolitas de telgopor. William me miró a los ojos y sin desviarme la mirada metió su mano herida en el bolsón negro, sacó un tremendo oso naranja con ojos celestes y me lo pasó. Sin decir ni gracias y embargado por la emoción subí la escalera hacía mi casa abrazado a mi nuevo oso naranja. Hasta el último escalón sentí que William me miraba, luego volvió a su tarea de descargar bolsas.