Fumando espero
La luz roja, intermitente, de un cigarrillo a punto de consumirse era la única señal de vida en la oscura, vacía y silenciosa redacción del matutino El Sofista. Haroldo pensaba y fumaba, apoyando los codos sobre los papeles de su escritorio con una Remington inanimada como único testigo. Colaboraba con el silencio asfixiante de las oficinas sin ventanas que daban inútilmente a la Avenida de Mayo. Un silencio
amenazante, como esos que anteceden a una tormenta.
Que buenos tiempos aquellos, pensó Haroldo, en los que las teclas de las máquinas sonaban a un ritmo febril, incesante, como en un coro. Tiempos en los que los escritorios estaban ocupados por seres habladores, tiempos en los que el humo de los cigarrillos invadía la redacción de tal manera que casi no se le podía ver la cara al vecino de escritorio, pero uno sabía fielmente que a su lado había un colega. Noches sin dormir, en las que solo se levantaba el culo de la silla para bajar a comprar unos Camel y de paso un par de atados de los que fumaban cada uno de los presentes o para recibir al pibe de las pizzas, porque también había que comer, a las apuradas, pero comer al fin. Eso sí, sin dejar de tipear.
Eso hasta la llegada del Proceso de Reorganización Nacional, momento que aterrizó como llega un martes después de un miércoles, sin que uno se pregunte por qué. Y allí estaban, de un día para el otro, los muchachos del Servicio de Inteligencia del Ejército merodeando la redacción y haciendo las presentaciones del caso con directores y jefes de redacción. Y mientras Haroldo recordaba esto en la oscuridad de la oficina, rió. Sin hacer ruido como para no espantar los fantasmas, solamente con una ondulación casi imperceptible en la comisura de los labios. Servicios de inteligencia militar, repasó. Inteligencia, Militar, términos contradictorios, se dijo y recordó cariñosamente a Groucho Marx, que por otra parte fumaba tanto como él.
Las cosas al principio siguieron casi sin cambios de peso. El humo continuaba invadiendo cada rincón de la redacción, los tecleos seguían casi tan vertiginosos como antes e incluso, sumidos en una inconsciencia casi blasfema, se hacían chistes negros sobre algún que otro amigo del que no se tenían noticias. Eso hasta que llegaron las primeras advertencias por alguna nota imprudente, advertencias que por el momento bajaban de boca del mismo director con el que convivían día a día. Se tomaron entonces algunos recaudos, las paredes escuchaban y repetían lo escuchado en lugares nada convenientes. Al humo omnipresente de la redacción se le sumaron un par de aparatos de radio que a un volumen importante camuflaban las charlas más arriesgadas. Humo y ruido, por el momento esa cortina era suficiente.
“Prohibido” fue la palabra en boga de allí en adelante. Prohibidas todas las actividades políticas y sindicales, prohibidos los términos procaces, prohibidas las noticias que perturben el normal procedimiento de las Fuerzas Armadas, de seguridad y de la policía, prohibidas las notas que atenten contra la moral cristiana, la familia y el honor y así la lista podía seguir.
La cara de las prohibiciones se materializó y presentó una tarde de otoño como un tal General Gicciardini. “La censura bien ejercida es higiénica y altamente saludable, como la cirugía. Cura y desinfecta las partículas insalubres extirpándoles tumores dañinos que enferman y contaminan”. Ese fue el discurso con el que Gicciardini dio inicio a la relación con la gente de la redacción. Nadie les dijo abiertamente que El Sofista estaba intervenido desde esa tarde, pero estaba más que claro.
Haroldo no le había caído nada bien a Gicciardini, desde un principio. Al General, por otra parte, le molestaba mucho el ambiente de la redacción viciado por el humo. Uniendo ambas animosidades el General, que se mostraba en la mayoría de los casos sagaz y por sobre todas las cosas ingeniosamente perverso, decidió implementar un método poco usual de censura. Los reunió a todos en su oficina y misteriosamente los instigó a seguir fumando una vez adentro. “No, no, deje Raymundo, no apague el cigarrillo. Haga de cuenta que le concedo una última pitada, como a los condenados a muerte”, le dijo al encargado de la sección economía y sonrió con malicia. “Para que les voy a mentir, a mí me gustan mucho los jueguitos y por otro lado no me gusta nada el humo enviciado y pegajoso de sus cigarrillos”, les dijo a todos y cada uno de los presentes. “Digamos que yo puedo seguir con mis jueguitos y que ustedes pueden seguir fumando”, prosiguió. “¿Cómo es esto del juego?. Fácil: todos pueden seguir fumando, pero cada vez que enciendan un cigarrillo como penalidad una palabra les será vedada. Ustedes, señores, son los propios responsables de su censura”, les dijo y volvió a sonreír. “Por empezar, Haroldo, no quiero ver en la edición de mañana que use la palabra ‘utopía’, esa que a usted tanto le gusta, de lo contrario nos sentaremos a hablar más seriamente. Y termine su cigarrillo ya se lo ganó”, le dijo. A Haroldo todavía le retumbaba en la cabeza la voz imponente de Gicciardini y mierda si es escalofriante recordarla en el silencio de esta noche expectante.
Vicio hijo de puta, casi ninguno de los muchachos de la redacción lo pudo dejar. Solo un par de ellos Bernardo y Mariano pudieron controlarlo e incluso se cebaron hasta tal punto que terminaron haciendo virulentas campañas para erradicar la nicotina de la faz de la tierra. Los demás se fueron quedando poco a poco sin palabras. Raymundo decidió una tarde usar cada una de las palabras vedadas: Golpe, tortura, revolución, derechos y humanos, verdugo y medio centenar más. Al día siguiente su escritorio estuvo vacío y así quedó hasta hoy. Los demás ni siquiera se animaron a usar el escritorio de Raymundo para apoyar un bolso o para colgar un saco. Otro de los colegas, indigente ya de vocabulario, se volcó sin matices a la frivolidad. Como ejemplo vale decir que la nota más impactante que escribió en el último semestre se tituló algo así como “Toda la onda del verano”. Alguno que otro se exilió y hasta ciertos profesionales más prácticos, como Héctor Gerardo, cambiaron de profesión. Aún hoy recuerda Haroldo las palabras del colega que se hizo contador por miedo a quedarse sin palabras. “Haroldo, para sobrevivir en la jungla es necesario camuflarse un poco”, le dijo antes de hundirse en las columnas del debe y del haber.
Haroldo siguió su pelea cada vez más personal con Gicciardini, que parecía disfrutar del desafío. “Déjelo, lo va a matar”, le decía el General cada vez que pasaba por al lado del escritorio de Haroldo y lo sorprendía fumando. Haroldo seguía dándole a las teclas y al cigarrillo, estoico, envalentonado por la soledad. El aire enviciado se encontraba circunscrito a su escritorio. Como en esos dibujitos animados en los que una nube sigue al desgraciado, el rincón de Haroldo era puro humo grisáceo frente a la pulcritud de los demás rincones del matutino. Los pocos colegas que quedaban simplemente se dedicaban a aporrear las teclas como seres inanimados. “Apenas si somos una manada sumida por el pavor”, le dijo un de ellos en tono confesional y compungido. “Una cosa es la sumisión por la pavura y otra cosa es la genuflexión azucarada y gozosa”, le contestó Haroldo y fue uno de los últimos cruces que tuvo con un colega de la redacción.
Haroldo fue paseado por todas las secciones del matutino. De política había sido removido apenas iniciado el Proceso por escribir acerca de la democracia, de economía por haber osado insinuar algo así como un proceso de desnacionalización de la economía, de la sección libros Gicciardini lo fletó por recomendar autores que ayudaban a la penetración marxista, en deportes al General no le gustó nada que Haroldo ensalzara a los jugadores habilidosos, indisciplinados y diferentes. La última oportunidad para Haroldo era la sección de cine. Gicciardini tenía con él una paciencia especial, como la de un padre que intenta por todos los medios encauzar a un hijo descarriado o como la de un villano que no puede vivir sin su contracara. Gicciardini insistía. Incluso en algún momento se ilusionó con que Haroldo entendería sus tópicos de comprensión, adhesión y participación.
Haroldo, encendió otro cigarrillo y de nuevo volvió a hacerse la luz en la oficina penumbrosa del matutino. Afuera estaba amaneciendo y Haroldo estaba enterado aún sin una ventana con vista a la calle. Su cansancio casi al borde del desmayo le decía claramente que la hora estaba cerca.
Eran las tres de la mañana cuando el teléfono sonó en su escritorio. La edición recién estaba saliendo de la imprenta y Gicciardini ya la tenía entre
manos. “¿Subversivo?”, le preguntó Haroldo. “¿A qué le llama subversivo, Gicciardini?”, siguió. “¿Qué es para Usted.? ¿un ente gaseoso, maléfico?”, lo inquirió irónicamente Haroldo. “Mire amigo”- dijo Gicciardini- “subversivo es como usted todo individuo que pretende trastornar los valores fundamentales”. Haroldo no respondió. “¿Qué me hizo amigo?”, siguió Gicciardini. “Yo lo cuido, lo pongo en la sección cine y usted ¿qué hace?. Llega a sus manos un western y me defiende a los indios. No hombre, así no va”. “Usted siempre supo que yo estaba del lado de los indios, Gicciardini”, le dijo Haroldo. “Sí”- dijo el General- “y también que tenía ínfulas de mártir. Si yo le dije siempre que el cigarrillo lo iba a matar”. “Mire Gicciardini”, dijo Haroldo, “ya que volvemos al tema de la nicotina: ¿sabía usted, que al revés que los puchos, el hombre que se levanta es más grande que el que no ha caído?”, dijo Haroldo y dejó escapar una risita. “Mire Haroldo, lo que usted sí sabe es que lo espero a primera hora en mi oficina”. “Yo lo voy a estar esperando a usted”, dijo Haroldo que ya sabía como seguía el trámite y después cortó.
Haroldo abrió el segundo paquete de cigarrillos de la noche. Sacó uno con maestría y lo encendió. Hizo dibujos con el humo que no se veían en la oscuridad y se imaginó las figuras débiles. Se había quedado sin palabras. “Fumando espero a la que tanto quiero”, la melodía le invadió la cabeza y se le escapó por los labios entrecerrados en forma de canturreo. Después de ese brevísimo intervalo, siguió disfrutando del silencio.